Fluorescentes sobre la noche rota

Parte 1, por Paula Castillo Monreal

Edward Hopper

Triángulos de luces y sombras pintan de colores las aceras. Las fachadas de las casas se vuelven blancas en medio de la noche negra, y la luz que derraman los fluorescentes, recién instalados en el Nuevo Río, lo convierten en un faro alumbrando la ciudad vacía.  La canción que sale de la rocola estalla en mis oídos, y mis pies, que apenas aciertan a caminar uno detrás del otro parece que quieren seguir el ritmo.  Nunca sé cómo entrar a este Nuevo Río sin puerta. Una náusea, y de pronto estoy sentado frente a Tony; el hijo del “bueno de Tony”. A Nuevo Río no se entra ni se sale, los ventanales abiertos como alas de pájaros transparentes te engullen nada más acercarte.

«Tengo que parar de temblar», me digo. El truco está en calmar la respiración y el pulso. Tony me lanza el Cutty Sark desde el otro lado de la barra, está acostumbrado a mí. Después de un trago me siento mejor, la respiración vuelve a su ritmo y parece que puedo incorporarme, quitarme el sombrero y sostenerme en el maldito taburete de piel roja sin tener que sujetarme a la barra. Un hombre de traje gris se apoya al otro lado vencido sobre una pierna. Fuma aspirando hondo mientras charla con Tony que lava sin parar los vasos acumulados de la noche. Al mirarlo un escalofrío hace que se me congelen las manos. El reloj marca las cuatro y media, esa hora en la que parece que nada va a pasar. La quietud de la noche negra. Los dos se ríen, me miran y se ríen. Prefiero no oírlos, prefiero no mirar al tipo contrahecho. Muevo los dedos de las manos para que se me descongele el alma.

–Tony, ponme otro güisqui, y estírate con el hielo hielo.

–¿Has venido a quedarte, Víctor? –me dice guiñándome un ojo

No le contesto, no tengo por qué contestar a todo lo que me preguntan. Se marcha levantando los hombros mirando al hombre sucio del traje gris sucio.  Después de un segundo trago necesito recostarme en la barra, alargar los brazos hasta donde alcance para después acurrucarme y cerrar un momento los ojos.  Solo quiero doblarme hacia dentro y sentir el frío de lo oscuro, de mi propia oscuridad. Este bar tiene demasiada luz. Vidas aireadas para quien no quiere ver. «¿Quién vendría aquí a besarse?». Los besos expuestos, la soledad enfocada en el escenario de los abandonados.

«Yo ya no tengo con quien besarme», acabo de caer en la cuenta. Julia dice que ha pasado solo, poco a poco, sin pensarlo; lo de dejar de quererme. Julia, la mujer de rojo, la rubia de los ojos verdes y andares protagonistas, la de los dientes blancos y la ceja levantada, la que te mira de frente y mueve los labios a la vez que le hablas, en un eterno beso. Esa es la mujer que ha dejado de quererme. Poco a poco, sin pensarlo. La mujer que dobló mi vida en dos para después no bastarle porque quería más. Acompañándola en sus retorcidos cambios, para luego encontrarme solo, sin valores y sin juicios. La mujer que llegó desencajando mi vida, desconectándola del resto. «Julia», repito una vez. «Julia, Julia», repito dos veces, y la tercera: «¡Julio, cabrón!». Y llamo a Tony con el dedo, y enseguida me llega otro güisqui.

–¡Eh, oiga! ¿Le importa que ponga música? –me dice el hombre paticojo del traje gris.

Tony me mira, tiene miedo de lo que pueda responderle. Solo cierro los ojos y levanto los hombros. Sonríe aliviado.

El hombre se acerca a la rocola renqueando, tiene un alza en el zapato izquierdo, pero la pierna es demasiado corta o el alza no le aúpa lo suficiente.

–Mientras no me saque a bailar –le digo medio sonriéndome.