
Desde el último vuelo, Elisa me restringió las salidas con las niñas. Solo podía llevarlas a pasear si venía ella, y como Elisa cada vez paseaba menos, se acabaron las caminatas por Madrid mirando al cielo y descubriendo tejados y cúpulas, y hasta cuadrigas y soldados coronando las azoteas. Y claro, las niñas comenzaron a no parecer mías.
Las miraba de lejos mientras jugaban o leían en voz alta, y no reconocía en sus gestos o en sus voces nada que se parecieran a mí. Tampoco tenían nada de mi madre, y menos aún de mi padre, de quien me había olvidado hacía mucho. Recuerdo que mi madre me preguntó en el hospital si estaba seguro de que las niñas eran mías. Estaba aún recuperándome del golpe cuando se acercó a besarme y me lo dejó caer al oído. Cada palabra hizo que se me inundase el cerebro de dudas. No dejo de extrañarme cuando las miro y veo que al caminar sacuden mucho las manos y en vez de brazos parecería que tuvieran alas. Los labios, apenas los mueven al hablar. Son dos líneas finas rosa claro, dibujadas en la piel beige que les cubre. También tienen unas orejas de gran tamaño para su edad, y algo curioso que extraña a la gente y a mí también; se mueven al unísono. Si llamo a Luz, las dos vuelven la cabeza a la vez, y si llamo a Clara, las dos se levantaban de un salto, y con sus sonrisas pálidas y los bracitos en jarra, me preguntan: «¿Qué quieres papá?» Y yo las miro sin saber si son parte de mí o de mis sueños. Tampoco guardo con nitidez el recuerdo de cuándo decidimos tenerlas, y menos aún que quisiéramos dos. Siempre nos quedó esta conversación pendiente.
A pesar de todo, la vida nos va bien. Elisa se ocupa a tiempo completo de las gemelas y de su madre, y yo continúo arreglando azoteas y tejados. He dejado las sesiones de terapia, y conseguido dominar los sueños. Hasta ayer.
La casa, estaba llena de gente extraña. Dejamos la ropa y los zapatos en el perchero de la entrada. Todavía no sé por qué nos invitaron a aquella fiesta. Nos quedamos parados los cuatro en el salón de mármol blanco que se prolongaba hacia el jardín y caía en una piscina rectangular interrumpida por el horizonte. Enseguida vino la madre de Elisa que se fue con ella y las niñas a bañarse, y yo, comencé entonces a moverme por la casa a mis anchas. Llegué al trastero por una escalera metálica de caracol que se iba estrechando y que desapareció en cuanto pasé la puerta. El trastero estaba lleno de ropa y de objetos que reconocí inmediatamente. Entonces comprendí: mi padre vivía en aquella casa. Abandonó a mi madre nada más casarnos. Creo que no soportó el que yo no estuviese allí, cada noche, espiando el cuerpo poseído de mi madre cuando hacían el amor. Comencé a revolver los bártulos buscándolo y vi dos pies que se asomaban debajo de la cortina, otros dos aparecieron debajo del tapete de la mesa camilla. Dos ojos saltones me espiaban y se escondían cada vez que giraba la cabeza para descubrir su escondite. Vi dos manos que se alargaban hacia mi cuello y cuando estaba dispuesto a abandonar la búsqueda, dos niñas mutiladas saltaron sobre mí.
Nos echaron de la casa porque estaba prohibido bañarse. En la huida, recogimos la ropa y los zapatos equivocados, y no hemos vuelto a saber nada de nosotros.