
Las palomitas se quedaban flotando en el aceite que mi madre vertía en el cuenco de cristal azul. El cuenco era de los grandes y yo observaba impresionada la cantidad de aceite que hacía falta para sostener a los muertos. Cada palomita era un muerto, así llamaba mi madre a las lamparitas que iluminaban la noche del día de todos los santos. Allí estaban como náufragas las tías de Villanueva: Pilar, Victoria y Joaquina. También mis abuelos maternos: Anita y Carmelo, mi tío abuelo Mariano, el hermano de mi madre, y Gregorio, el cuñado de mi padre. Todos muertos, todos náufragos flotando en el océano de aceite con las velas desplegadas y la mecha encendida. Navegaban en círculo. Todas menos la de mi hermano.
Mi hermano murió a los pocos meses de nacer, pero como fue el primero, y niño, mis padres derrocharon todas sus energías en él, que se tragó la vida de los dos. Murió ahogado en los brazos de mi madre mientras mi padre conducía hacia el hospital. Yo nací once meses después, quisieron tapar la ausencia. La primera lamparita que vi navegar fue la suya. Mi madre me enseñó a dejarla caer suave sobre el aceite recién vertido. Él, solo, en medio del océano, con la mecha alta, erguida. La llama dorada, casi blanca, como un ángel. Agarradas de las manos, mi madre y yo rezábamos un padrenuestro tras otro hasta que, de tanto repetirlo, las palabras nos salían enredadas. Entonces ella se encerraba en su dormitorio y yo me quedaba con él. Lo miraba navegar, tan en calma. Lo envidiaba. Cerraba los ojos e imaginaba que cruzaba aquel océano con él.
A veces pasábamos la noche navegando juntos, y comenzamos a hablarnos. Yo le contaba cómo lo echaba de menos, le decía que me hubiera gustado tenerlo cerca para abrazarle. También le hablaba de mis celos, porque para mi madre solo existía él; una y otra vez su recuerdo: la piel que nunca dejó de ser de color morado, sus labios blancos y su lloro, apenas un quejido. Él me contaba cómo aquella tarde lo envolvió en la toalla después del baño y no pudo hacer otra cosa más que arroparlo con varias mantas porque su cuerpo era pura escarcha. Estuvo muchos años navegando solo en el cuenco de cristal azul antes de que otra lamparita hiciese la misma travesía. Nos hablábamos a la vez que yo cuidaba de él para que no se apagara la llama, me gustaba escuchar sus historias. Me contó que mi madre lo sacó del barreño porque pensó que se ahogaba. Ella se imaginaba que el niño se le escurría entre los brazos y que era incapaz de salvarlo. El quejido se escuchó en la habitación anteriormente templada. Se le iba la vida, y a ella con él. Lo dejó envuelto sobre la colcha de ganchillo, hoy marcada por el uso de los años. Ella se dejaba ir junto al bebé arropado con su quejido, ella ahogada con la culpa de abandonarlo. Fue mi padre el que rescató a los dos. Mi madre que llevaba al niño en sus brazos dice que fue después del lamento cuando el bebé dejó de respirar. Mi padre, en cambio, cuenta que más que un lamento, escuchó un crujido. Él me dijo que aquel día cesó su agonía.
La noche en la que le pregunté cómo podría devolverle la vida, se sonrió. Apagué de un soplo su llama de difunto y aspiré el humo que desprendió la lamparita antes de que regresara para siempre al mundo de los muertos. Los demás sujetaron las velas que se movían con el aire y organizaron un motín. En sus caras creí distinguir la súplica, ardían. Pero yo solo lo quería a él.
Brutal!!!
Gracias. Es un honor contar con tu lectura.
Siempre es un placer leerte!!!